Lo reconozco, soy un tío de costumbres raras. El uno de enero siempre subo al pueblo, abro la casa del abuelo y enciendo la estufa con la leña que él colocó en el hueco de la escalera. Tendrían que pasar cien años para gastarla toda. Mi abuelo la puso cortada y arreglada, igual fue la última faena que hizo.
Llevo un termo con caldo, dos huevos, un poco de jamón y media botella de vino tinto que sobro de la cena de nochevieja y me pongo a comer en silencio sin pensar en nada.
Al atardecer voy caminando hasta el Cid. Camino deprisa al ir, voy por el puente viejo sintiendo el aire frío en la cara. Cuando llego, me siento en el banco de piedra que hay detrás de los porches del ermitorio y dejo que el sol de la tarde se muera en mi cara. Pero hace frío y vuelvo al pueblo caminando despacio por el puente nuevo, sin importarme que la noche me devore; el camino desaparece entre las paredes de piedra rojiza.
Mi mujer tiene razón, soy un viejo con muchas manías.